En aquellos años, las iglesias
querían llegar al cielo, rozar sus nubes con todas esas agujas y arbotantes buscando
llegar más allá del sol. Quizás, nunca supo llegar más allá porque no era
capaz, porque no le alcanzaban los pies. Nunca entenderían los motivos por los
que Gonzalo nunca hubiera marchado de Calahorra. Podría decirse que fue una
mujer la que hizo que todas las noches, asomado a su balcón, pidiera a la luna
el reflejo dormido de su amada. Y finalmente, quedaba absorbido por las
campanas de la iglesia que clamaban su desesperación. Aunque también era por
sus padres, que estaban a las puertas de una muerte casi segura. Y cada día
recitaba un soneto distinto de algún loco perdido en los recuerdos pero
Elizabeth no respondía. Solían decir en la plaza que el buen muchacho esperaba
sentado en una piedra del camino donde tiempo atrás habían rozado más que sus labios
junto al río. Pero ella nunca venía. Se había marchado para siempre. Y el
desdichado muchacho esperó hasta que un buen día aceptó los hechos tal y como
se habían presentado. Sin más. Resignación y positividad dentro de lo que cabe.
Y en otras ocasiones, por desgracia, en su gran mayoría, caídas en picado y
descenso continuo sin llegar nunca a tocar el suelo. Había momentos en los que
daba todo por perdido, así mismo dando por hecho que el mundo comenzaba y
acababa en Elizabeth. Pensaba que no saldría nunca de esa situación. Tenía
miedo. Estaba aterrorizado. No se imaginaba los días sin ella. No quería
imaginárselo. No quería ver. Le asustaba y cohibía la idea de seguir solo. Sin
su compañía cada día, sin sus te quieros. Tenía miedo a no sentir lo mismo por
nadie. A echarle de menos por las noches. A extrañarle en besos de bocas
ajenas. No conocía el amor con nadie más... Y perderla fue como arrancar de
raíz una parte de él. El vacío que sentía día a día era inmenso. Era como… como
si nada de lo que hiciera, nada de lo que tenía, fuera suficiente. Nada le
llenaba. Y todo intento de sustitución era en vano. Pues sólo conseguía
extrañarla más...
Son inevitables las comparaciones. Tenía miedo de besar a
alguien y desilusionarse de nuevo... Volver a caer en lo mismo, echar a perder
todo lo conseguido. Tenía miedo de ver un cabello perfectamente ondulado,
oscuro hasta cierto punto, y que el corazón le diera un vuelco para volver a
desilusionarse y que se le escapasen lágrimas accidentalmente; a seguir escribiendo poemas que nadie
escucharía como último recurso, con tal de mantenerla lo más cerca posible de
él. Pero sobretodo tenía miedo a dejar de tener miedo porque sabía que con él
se iría también su amor. Pero, sorprendentemente, y después de todo, para ser concretos dos años
y escasos días... Sucede. Sin más. Algo
ocurre. Aparece alguien que, en principio, no tuvo en cuenta. No le dio
importancia. Una simple costurera. Dio por hecho que sería otro intento nulo
más. Y no quería volver a tirar a la basura todo lo que había adelantado en
esos años. Había aprendido a vivir sin Elizabeth, a asumir que regalaba besos y
caricias a cualquier otro muchacho que no fuera él, y no es que el dolor
disminuyese, sólo aprendió a convivir con él. Se acostumbró a no tenerle. A
"ser" sin ella. Se ve que hay cosas que tienen que suceder sin más.
No podemos ir contra esto. "Escojas la dirección que escojas, todos los caminos
conducen a Roma". Lo que tenga que ocurrir, pasará de una manera u otra,
más tarde o más temprano. Pero acabará sucediendo. Y así fue. Lo que comenzó
como algo que carecía de importancia para Gonzalo, se convirtió en algún que
otro sentimiento más... importante. Y conforme pasaban los días el sentimiento
iba profundizándose… Entonces, es cuando aparece. Y llaman a la puerta. Ahí
está de nuevo. El miedo. El maldito miedo. Sabía que esto ocurriría. Miedo.
Miedo de lo que pueda ocurrir, de lo que él mismo pudiera llegar a sentir...
Miedo a enamorarse.
En resumidas cuentas. Miedo a volver a sufrir... A darlo
todo sin recibir nada, a encontrarse en la misma situación anterior de nuevo...
A veces, Gonzalo prefería frenar ese sentimiento, no
dejarlo salir nunca más. Pero no podía. Era inevitable. Si aquella dulce
costurera le decía te quiero no podía evitar sonreír; si le besaba no podía
evitar dejarse llevar. No podía… Y de nuevo ese miedo que siempre aparece
cuando mejor estás para crearte dudas. Le asustaba la idea de sentir algo más
fuerte por alguien y que ese alguien no le correspondiera. Pero entonces, por
esa regla de tres, si cada vez que sintiera algo más allá de lo escrito por
alguien la dejase escapar por miedo, no viviría nada. Los dioses nos dan
continuamente salidas y oportunidades, que hay que saber ver. Y reconocerlas. Tomarlas.
Y arriesgar. Si no, qué sentido tendría esta vida... No sabía si estaba
dispuesto a dejarla escapar. Entonces, lo supo. Aquello era lo que llevaba
esperando tanto tiempo. Una segunda oportunidad. Y ahora que se le presentaba,
no podía dejarla escapar. Ni hablar. "Dejarse llevar" sonaba
demasiado bien. Pero, estaba en su derecho de mirar por él y sentirse bien con
otra persona. Debía darse una oportunidad, dársela a ella, y dejar que todo
saliera sólo. Sin forzar nada. Que todo se diera en su momento justo. Sin
prisas. Dejar que los sentimientos hablasen por sí solos y el tiempo hiciera lo
demás... quizás, algún día, podría
llegar a rozar el cielo.
Fdo: Gonzalo B. en su libro inacabado “Memorias de un poeta perdido” nunca encontrado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario