martes, 1 de mayo de 2012

La luna me sabe raro.

Nunca llegas a aceptarlo del todo, nunca llegas a asumir que… todo tiene un final. Más tarde o más temprano, aquí o allá. No importa. En ese momento nada importa. Ni las discusiones, ni los quebraderos de cabeza. Ni siquiera importas tú. Ha pasado, está… pasando. Ahora, heç zaman, maintenant, ora. Pa janm, poukisa, сейчас,  ตอนนี้, ... qué más da. Tantas palabras juntas, tanto que debiste escuchar… o decir. Tanto que soltar en un último impulso al cielo gris que hierve las calles de la ciudad, triste y alicaída. Todo ocurre rápido, para pararte en seco y decirte despacio “He ganado”. Sin poder reprimirlo, sin motivo alguno. Y al llegar la noche, la luna me sabe raro. No tiene ese gris natural que tú decías, no tiene ese brillo, ese ¡PAM! para atraer.

No sabes… no. No lo entiendes. Y entonces ocurre, una vez más. No hay vía de escape posible, me envuelve la oscuridad. Mi callejón no encuentra su salida, y coger un par de canciones para acariciarlas ya no está en tus planes. Fue tan rápido… como el relámpago que se apaga antes de nombrarlo. Y vuelta a la realidad, a la tarde de cielo gris, a la iglesia gótica, al ataúd envuelto en lirios, al llanto de sus almas y a la alegría de los muertos. Estoy aquí, ahora, como nunca imaginé, rodeada de gente que calla.  Pero, qué sabe la gente lo que siento cuando callan. No imaginan que el relámpago ya suena, que la luz está perdida y que la tormenta anuncia las trompetas del final. No saben nada. Ni que fue del último beso, ni si fui suficientemente valiente… solo saben que todo esto ha terminado en una canción sin partitura, sin guión.
Quizás mañana… quizás, despierten. Pero yo sé que no es ningún sueño, ni alguna película sin final. Que todo acaba, con un tiempo de paragüas y chubasquero. Mañana recordaré que es injusto, que aprendí a levantarme y sacar las fuerzas de donde fuese necesario. A ponerme guapa para mí y no para nadie más. A salir sin esperar verle. A no girarme cuando pasaba por mi lado. Creía imposible llegar a este punto de superación. Y después de todo, por una historia pasajera más no iba a arriesgarlo todo. Pero no era una historia más. Era mi historia, mía. Nuestra. Que los segundos contaban y los perdí todos, que el accidente no fue culpa ni del alcohol ni de la colonia que hechizaba a tus víctimas. Que la culpa fue del viento que acariciaba tus mejillas.
 Y, otra vez aquí, con esta tarde de cielo gris, en esta iglesia gótica, con tu ataúd envuelto en lirios, con el llanto de sus almas y la alegría de los muertos. Te vas sin mi aliento, aunque te llevarás todo lo demás. Hasta los recuerdos, que me devolverán a la discusión por los celos, tu huida en el coche, la lluvia y el suelo resbaladizo; tú empotrándote contra la oscuridad y yo en el suelo aferrándote a la vida, sin poder atarte, mojándome el alma hasta llegar al infierno y removerlo entero. Y, tal vez, algún día, sea capaz de visitarte en el cementerio memorizando cada pliegue de tus labios para mantenerlo fresco en mis recuerdos.

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