Salimos a la calle. Ellos delante, nosotras detrás. Los
tacones pesan mucho un 8 de Junio. Y
hace ya mucho tiempo que vamos ensayando. Ojos que no ven más allá de unas
cuantas piernas. Piropos de un alcohólico y, sin saber por qué, le echas de
menos. Sin razón lógica, médica o científica. Se arrastra hacia atrás y tú te
dejas seducir. Está guapísimo con camisa. Si aún dices venga, yo digo vale.
Llegamos al baile. Vestidos diferentes, cortos,
preciosos. Azules, rojos y negros. Camisas que destacan y corbatas sueltas en
un baño. Besos en una esquina y bebidas que se enfrían con las miradas.
Alcohol, música al ritmo de los espejos que reflejan pintalabios rojos apunto
de desembarcar. Y en la pista empiezo a
saludar a la gente. Siento su mirada en mi nuca, una sensación que recorre toda
mi espalda. Me giro, allí está él. Con esa mirada. Esa que no se puede
explicar, con cierto toque de picardía e inocencia, con besos como fondo de
escenario, calmado, con ganas de que la noche no acabe. Esa mirada. No sé
explicarla. Tiene 600 miradas. Cada una distinta, cada una para un momento
determinado. Inconfundibles, perdidas, emocionantes, irresistibles. Y eso, son
solo sus miradas.
Me tiende la mano. La música se relaja y las palabras
desbordan en unos cuantos sueños a medias. Bailamos. Agarrados, pegados.
Mirándonos los labios. Queriendo probarlos, rozarlos. Sí, solo rozarlos.
Buscando un indicio de supervivencia entre la multitud. Solo somos tú y yo.
Al rato, el ritmo sube el ambiente y mezcla las ganas de
pasárnoslo bien. La verdad, esto no era como me lo esperaba. Imaginaba otros
besos, otros momentos, otras canciones. Puede ser que la vida no sea la fiesta
que esperábamos que fuera… pero ya estamos aquí, así que no nos haría ningún
daño bailar un poco. Nos lanzamos a la pista. Chicas desmelenadas y parejas
resultantes. El volumen sube y las ganas de despertarnos salen a la luz de las
farolas del patio. Sombras que demuestran historias imposibles, cada una con sus
pequeñas vidas. Todas se mueven en el suelo, rozándolo con la punta de los
tacones.
La noche termina y da paso a un cielo rosado. Es hora de
irse a casa. Su mano no me suelta, me protege de resacas y del humo de los
cigarrillos mal apagados. Pero su sonrisa no se pierde, sigue con esa mirada. Y
el hielo seduce nuestras almas. Subimos, aún no hemos terminado. Y entre
sábanas, entre pequeños infartos, solo somos… tú y yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario