sábado, 9 de junio de 2012

Llévame al baile.

Y el ipod derrapa en “Pick me up”. Dicen que hay canciones que marcan tu existencia, que dejan recuerdos imborrables en la mente. Las que te hacen sonreír por viejos tiempos o incluso las que tienes que llegar a borrar del Ipod por experiencias pasadas que no deseas volver a recordar. Quizás era orgullo, prejuicio, recuerdos, amistad o la voz que le decía que era una de las mejores canciones que había escuchado nunca. Ella ha llegado al final del destino. Y saltan ellos, pantalones y trajes Ralph Lauren. Nosotras, princesas atrevidas, rogamos discretamente un “Llévame al baile”. Viernes. 21:30. Llevábamos horas arreglándonos. Pero daba igual, el viento estropearía igualmente nuestros peinados. Bajamos las escaleras. Vestidos cortos, negros, rojos, azules. Tacones altos, a ras de las nubes. Collares ensordecedores y susurros al oído. Fui la última en bajar. En el sofá, besos y caricias. Unas cuantas en la mesa cotilleando sobre dónde se habían comprado el vestido y otros tantos bebiendo unas cuantas cervezas en la cocina. Pero él… él me esperaba en las escaleras. Me sonrió y examinó cada milímetro de mi piel. Me encontré con sus ojos verdes. Me situé a su altura. Incluso con tacones sigo siendo más baja que él; también es verdad que soy la que lleva los tacones más bajos. Cogiendo altura, dejando señales. Le beso. Coloca su mano en mi cuello y sonríe con un “te quiero”. Me acerca a su cintura y me besa sin dejar de acariciarme el cuello. Es la ventaja de los recogidos.
Salimos a la calle. Ellos delante, nosotras detrás. Los tacones pesan mucho un 8 de Junio.  Y hace ya mucho tiempo que vamos ensayando. Ojos que no ven más allá de unas cuantas piernas. Piropos de un alcohólico y, sin saber por qué, le echas de menos. Sin razón lógica, médica o científica. Se arrastra hacia atrás y tú te dejas seducir. Está guapísimo con camisa. Si aún dices venga, yo digo vale.
Llegamos al baile. Vestidos diferentes, cortos, preciosos. Azules, rojos y negros. Camisas que destacan y corbatas sueltas en un baño. Besos en una esquina y bebidas que se enfrían con las miradas. Alcohol, música al ritmo de los espejos que reflejan pintalabios rojos apunto de desembarcar.  Y en la pista empiezo a saludar a la gente. Siento su mirada en mi nuca, una sensación que recorre toda mi espalda. Me giro, allí está él. Con esa mirada. Esa que no se puede explicar, con cierto toque de picardía e inocencia, con besos como fondo de escenario, calmado, con ganas de que la noche no acabe. Esa mirada. No sé explicarla. Tiene 600 miradas. Cada una distinta, cada una para un momento determinado. Inconfundibles, perdidas, emocionantes, irresistibles. Y eso, son solo sus miradas.
Me tiende la mano. La música se relaja y las palabras desbordan en unos cuantos sueños a medias. Bailamos. Agarrados, pegados. Mirándonos los labios. Queriendo probarlos, rozarlos. Sí, solo rozarlos. Buscando un indicio de supervivencia entre la multitud. Solo somos tú y yo.
Al rato, el ritmo sube el ambiente y mezcla las ganas de pasárnoslo bien. La verdad, esto no era como me lo esperaba. Imaginaba otros besos, otros momentos, otras canciones. Puede ser que la vida no sea la fiesta que esperábamos que fuera… pero ya estamos aquí, así que no nos haría ningún daño bailar un poco. Nos lanzamos a la pista. Chicas desmelenadas y parejas resultantes. El volumen sube y las ganas de despertarnos salen a la luz de las farolas del patio. Sombras que demuestran historias imposibles, cada una con sus pequeñas vidas. Todas se mueven en el suelo, rozándolo con la punta de los tacones.
La noche termina y da paso a un cielo rosado. Es hora de irse a casa. Su mano no me suelta, me protege de resacas y del humo de los cigarrillos mal apagados. Pero su sonrisa no se pierde, sigue con esa mirada. Y el hielo seduce nuestras almas. Subimos, aún no hemos terminado. Y entre sábanas, entre pequeños infartos, solo somos… tú y yo.


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