domingo, 30 de enero de 2011

Cuatro o cinco.

Aún recuerdo lo que es montarse en un tren cuando tienes cuatro o cinco años.
Es una aventura, otro juego. Es una excusa para comer gusanitos mientras ves la película que han puesto o algo de lo que puedes chulear delante de tus amigos. Es simplemente salir de tu ciudad, de todo lo que conoces, y ver los árboles pasando rápidamente por la ventanilla, intentando tocar el cielo con tus pequeñas manos, enredando con los auriculares que te han dado y probando en qué agujero encaja a la perfección hasta encontrar una fusión de sonidos en tu cabeza.

Y ahora… ¿ahora qué? Ahora es volver al lugar al cual no quieres volver. Es sentir el contacto de una fría aguja en tu piel, es encerrarte entre cuatro paredes durante días, es estar enganchada a un millón de cables que después echarás de menos, es el olor a agua oxigenada y betadine, es ver como tu sonrisa disminuye un centímetro, día a día.
Pero da igual, lo asumes y vuelves a coger ese tren. Vuelves a llenarte los pulmones de ese olor a hierro fundido, con una bolsa de lacasitos al lado para no perder ese toque de “no puedo estar mal”.

Porque yo al menos sé que volveré y que todo esto acabará tarde o temprano.
Y todo volverá a ser normal, como tiene que ser.

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