jueves, 5 de enero de 2012

La noche es de los poetas y de los locos.

Llegaba tarde a casa, algo inusual por aquel entonces. Un grupo de chicos, sentados en los bancos fríos incorporados en el parque de al lado, se excluían del mundo entre sus historias ficticias. Alejandro, mi mejor amigo, hubiera sabido muy bien por qué decía aquello. Entre las sonrisas maliciosas de un grupo de adolescentes se escondían vidas con problemas, discusiones familiares que no llevaban a nada y amores pasajeros sustituidos cada semana. Se refugiaban en el Vodka Negro y el Licor 43, o eso decían. Ingenuos. Ahora verían doble. Dobles problemas, dobles discusiones, dobles historias distorsionadas sobre la manera de seducir de algunas jovencitas subiditas de tono, “putas” como las llamaban ellos. A lo lejos pude reconocer, mientras regresaba a casa tras una tarde tranquila en un parque tranquilo con mis amigos de siempre, a un grupo de muchachos algo mayor que el anterior. Parecía ser que se conocían, pondría la mano en el fuego porque salían en la misma pandilla. Pero los Ingenuos estaban separados de ellos. Los otros reían y disfrutaban de su mutua compañía, mientras los Ingenuos se mentían con sonrisas falsas que recordaban a la hipocresía.
Ingenuos. Un par de sudaderas mal puestas bajo camisetas ajustadas marcando “pechonalidad”. Alguna que otra pareja, pero no de las de verdad, no. Estas eran de conveniencia, como si volviésemos a unos siglos desencajantes en nuestra sociedad tecnócrata. Aunque qué se podía esperar de ellos. El Narcisismo estaba al orden del día y el Síndrome de Peter Pan inundaba sus casas. Los caprichos, la lujuria, el placer… ya no les satisfacían. Querían más. Todo lo que deseasen, sin prestar atención a su alrededor. “Yo, yo, yo y, después, también yo. Ya, si eso, después vendrás tú”. No valoraban nada de lo que tenían y se quejaban de su mala vida. Olvidaron que siempre hay alguien que está peor que tú. Me parecieron una secta de pequeñas criaturas buscando alguien a quien ponerle las cuerdas del títere, alguien al que atraer a su lado más oscuro. Alguien al que manejar, al que tener de perrito faldero.
Me di cuenta de que, seguramente, la mayoría de ellos no tomarían decisiones. Un tirano ejercía ese puesto. Simplemente, esperaban que les convirtieran en borreguitos sin personalidad. Cada acción que emprenden pretenden que sean aceptadas y reconocidas por los tiranos. De no ser así, quedarán descartadas, tiradas a un montón de desperdicios sueltos por la ciudad.


El resto de la pandilla se divertía entre abrazos, chistes mal contados y besos hasta el amanecer. Miraban al cielo y contaban estrellas tapándolas con los dedos.

-    Mira, Dani, las estrellas  son enormes. Desde aquí no las vemos bien. No podemos ni imaginar lo grandes que pueden llegar a ser. Pero si pongo mi dedo encima, mi dedo es más grande que las estrellas.
      -    ¡Eso es una falacia!- respondió el muchacho de ojos color chocolate negro al que la muchacha de los ojos de plata había llamado Dani.

Las risas ensordecedoras por el comentario de la muchacha hicieron sonreír aún más a los despreocupados niños. Tenían un par de horas más para divertirse, después ya serían responsables. Se conformaban con poco, con una sonrisa a medias y alguna que otra caja de música por Navidad.
Pasé de largo y los dejé en su oscuro rincón. Ojalá los Ingenuos no llegaran a gobernar su pequeño mundo.
La nieve empezó a cubrir mi viejo abrigo gris que guardaba en el armario desde aquel funesto día. Fue el abrigo de una princesa, una tal Alexia. Rubia, ojos marrones. Labios rosados y mejillas sonrojadas por el frío invierno. Hermosa hasta alcanzar el grado de imposible para la mayoría. Inconfundible, inmejorable, inigualable. Nunca habría otra princesa igual, nunca nacería ninguna persona más así, tocada por una varita mágica. Contaba la leyenda que el hombre que rozase sus labios obtendría el mayor tesoro: un alma impugnable.


Seis meses antes, había fallecido en un accidente de coche. Aún no consigo entender como su marido  se salvó. Quizás algún milagro divino, pero hace mucho tiempo que dejé de creer en ángeles. Aquel abrigo era el único recuerdo que me quedaba de ella, sin incluir las fotos sin vida y el olor de su colonia que mi hermana echaba por toda la casa. Decía que se sentía protegida. En fin, los veintitrés años y el destino la habían convertido en la mujer de la casa. Ya no estudiaba tanta medicina como antes. Ahora se dedicaba más a las tareas domésticas mientras nuestro padre nos mantenía con su trabajo como profesor de Biología en el Instituto de Enseñanza Secundaria “Palabra de Arcángel”. Yo, sin embargo, con mis recién cumplidos dieciocho años aún no sabía que hacer aunque la selectividad me esperaba a la vuelta de la esquina.
Llegué a la puerta de mi casa y torcí las llaves, abriendo sigilosa y musicalmente la cerradura con el contoneo de los metales cristalizados en recuerdos. Aquella dulce sinfonía despertó a mi hermana que me esperaba en el porche de mi casa.
Lucía, somnolienta y sonriente, me regaño cariñosamente.
Me fui a la cama rápidamente y desperté con el sonido furioso de mi despertador. Yo no tenía una mesilla de noche como era lo habitual. No, yo tenía estanterías repletas de libros. Fotos de mis amigos y las noches de fiestas. Cuatro artilugios mal decorados y alguna que otra foto de mi madre. No tenía ningún espejo en mi habitación, así que fui al de mi cuarto de baño y aún entre sueños me arreglé. Bajé a desayunar ya vestida y mi padre me llevó al instituto.
En la puerta, encontré a Noelia, Verónica, Teresa y Daniel; como siempre, hablando de los cotilleos acontecidos el día anterior.
Entramos rápidamente en clase, después de la sirena ensordecedora que retumbaba en nuestras cabezas. Las seis clases antes de la vuelta a casa se me pasaron con cuenta gotas. Al salir del instituto, llevaba más peso en la mochila que al entrar. Supongo que el resacón de la noche anterior no ayudaba mucho.
La tarde transcurrió tranquila, sin altibajos. Estaba remontando, me sentía orgullosa de mí misma. No podía quedarme estancada, el mundo seguía su funcionamiento.
Recibí un mensaje antes de salir hacia la oleada de bares que recorreríamos aquel viernes. Era él. Guillermo.
"Creía que eras de las que sabía decir basta".
 ¿Qué pasa? ¿Qué todos tenemos que tener un límite? No puedo, ¿vale? No puedo. Son demasiadas cosas en pocos meses. Mi madre, luego él. No podía soportarlo más y, aún así seguía en pie. No sabía si era la indecisión, la cobardía o el miedo… pero decidí quedarme en casa. Últimamente, no sabía cómo tomarme las cosas, ni siquiera sus cambios de personalidad.
No, monada... que seas un capullo integral no significas que tengas que pagarlo conmigo. Te calé desde el principio, ibas de original, aunque no te dabas cuenta de que hay millones de tíos como tú. Vagamente inteligentes, agonistas de las clases medias, sin sustancia realmente, sólo un pequeño revoltijo sin dirección. Inmaduro, sexual, puro, arrogante, impotente y rabioso. Quizás eso te hacía diferente. La persona ideal entre corrientes de gente en una esquina de tu querida y conocida cuidad. Una película sin final o un músico que aporrea desesperado la guitarra sin encontrarla a ella. Pero, ¡Pam! Esta es una historia de chico conoce a chica. Él sabe casi de inmediato que ella es quien ha estado buscando. Bla bla bla…
Pero esto no es una historia de amor. Aunque,  todos lo creían. Incluso yo misma. Hasta que todo cambió por completo.
Casi todos los días del año son normales. Comienzan y terminan, sin recuerdos duraderos hechos en el medio. Casi todos los días no tienen ningún impacto sobre el curso de una vida. Pero ese día, todo cambió… mis sentimientos sobre todo.
Encantada, me llamo Alicia. Y, sí. Está nevando.

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