domingo, 5 de febrero de 2012

Magnum. {Introducción}

De noche, a oscuras. Revuelves el armario buscando una única prenda que ponerte para esconder tu cuerpo. Intentas salir de la habitación desordenada pero a tu paso encuentras restos de la ropa de anoche. Consigues hacerte paso. Un pantalón casi perfecto y una sudadera DC te saludan en el pasillo. Recuerdas habérselos quitado al muchacho que yace en la cama, dormido profundamente.


Una sonrisa te recuerda que no estaba previsto, que fueron impulsos e infartos consecutivos los que te trajeron las ganas. El remedio no estaba servido en la mesa y tampoco los remordimientos.
Escuchas el murmullo del tráfico en la calle. Miras el reloj. ¿Quién puede estar levantado a las cinco de la mañana? ¡Ah, sí! Yo. Da igual, supongo que no todo el mundo tiene la suerte de trabajar como psicóloga en un centro especializado a partir de las nueve de la mañana. Recoges tus objetos personales y terminas de vestirte, colocándote las botas negras que perdiste en el salón. Intentas no hacer ruido y rebuscas en un diminuto armario las llaves que abran la puerta de salida al exterior. En efecto, siguen allí. Abres con sumo cuidado y cierras ahogando el chirrido de la puerta. "Quizás, no vuelva a verle" pensé. En fin, era un sin sentido pero la sudadera era bonita. Así que, tengo una excusa para volver a verle.
{...}

Desperté pasadas las once de la mañana. Daba igual, no tenía trabajo. Debo admitir que soy un mantenido. Un niño de mamá y papá, hijo único. Un pisito en el centro, un mercedes e innumerables caprichos que, quizás, llegaron a costar una fortuna a mi tarjeta de crédito, como la televisión de 57 pulgadas con internet en 3D que hay en el salón.
Me levanté sin reparar en el desorden que me envolvía y, aún en calzoncillos, fui a la cocina a desayunar. Al no haberla encontrado al despertarme, ni en el salón ni en la cocina, supuse que trabajaría.
Alocada y peligrosa, la oportunidad se me presentó en bandeja en la discoteca de siempre a la hora de siempre. Aparentaba ser como todas las demás. Fáciles y juguetonas. En lo segundo no me equivoqué. Pero en lo primero... Era una nube, se me esfumó entre mis brazos sin darme opción. Era un sin sentido. Y era necesario provocarla, adentrarme en su cintura para poder entender, digámoslo así, otros pensamientos, otras ciudades, otros sin sentidos. Aún no entendía el por qué, pero me había dejado con mono. Sin el de por la mañana.


Fui al salón. Puse una de las 300 películas repartidas por las estanterías y, casi sin quererlo, reparé en la tinta escrita en mi brazo. Un número de teléfono. No estaba seguro pero si era ella, volvería a repetir una noche así. Al fin y al cabo, era un sin sentido.

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