miércoles, 12 de octubre de 2011

Pólogo: No importan los días, que pasen las horas. (Segunda parte)

Al día siguiente, estaba solo en casa. Me moría por llamarla y decirle que viniera, que me dijera “te quiero”. Así, tan sencillo, susurrándomelo al oído. No quería tragarme las ganas de comérmela. Quería sus labios, escuchar sus latidos acompasados con el ritmo de sus besos. Tenía todos los síntomas. Y esa enfermedad me gustaba. Era perfecta. “Ella y yo”. Así de simple. Pero no podía llamarla. Estaba preparándose un examen de Latín. Y entre pensamiento y pensamiento, dejé pasar las horas hasta que el teléfono me interrumpió ensordecedoramente.

-          ¿Sí?
-          Carlos, ¿eres tú?
-          Sí, dime Marta.
Marta era la hermana de mi madre, mi tía favorita y la única que tenía tan cercana pues mi padre era hijo único. Su voz temblaba y pude distinguir que estaba llorando.
-          Carlos, estamos en el hospital. Son tus padres y tu hermano… han tenido un accidente.
-          ¿Qué ha pasado? ¿Están bien?
Mi tía, no pudo más y se echó a llorar.
-          Carlos, los médicos han hecho lo que han podido. Tu hermano está en coma, grave, pero tus padres… -volvió a ponerse seria, intentando mantener el control de la situación- ellos se llevaron la peor parte.
-          Marta, cuéntamelo.
-          Han muer…

Ella no pudo seguir y yo ya había escuchado bastante. Colgué rápidamente; cogí la cazadora, las llaves y el móvil. Bajé apresuradamente las escaleras, casi sin rozar los escalones. Saqué la moto del garaje y fui corriendo al hospital.
Ya allí, encontré a mi tía en la entrada esperándome. Me llevó hasta una habitación donde mi hermano con un millón de tubos pegados al cuerpo, le ayudaban a respirar. Y, en frente, una pequeña habitación. Un forense tapaba dos cuerpos inertes que pude reconocer entre las sábanas blancas. Entre en la habitación y los destapé. Allí estaban, inmóviles, blanquecinos, sin el tic-tac habitual, llenos de sangre seca, descansando después de una corta vida, dejándonos solos a mi hermano y a mí. En ese momento sentí tantas cosas… pero no pude reaccionar. Entre el forense y mi tía me sacaban de la habitación mientras mis lágrimas inundaban el pasillo. Y yo inerte, me quedé observando dos cuerpos, intentando pensar que ocurriría después.





El entierro fue rápido, silencioso y privado. Familia y amigos más allegados. Lo prefería así. Mi tía me contó que, cuando venían de hacer unas cuantas compras del centro, un coche, cuyo conductor había bebido excesivas copas, se los llevó para no volver. Mis padres volaron por los aires, muriendo en el acto por el golpe contra el duro asfalto; mi hermano tuvo un poco más de suerte. Durante las dos semanas siguientes, hice como si no hubiera pasado nada. No se lo conté a nadie, ni siquiera a ella. Me alejé de todo, me separé de ella, me encerré en nuestra casa, vacía,  y cada tarde, iba al hospital con la esperanza de que mi hermano despertase. La tensión era demasiado grande. No podía más, pero debía cuidar a mi hermano.

Al día siguiente, después del instituto, la esperé. La quería, a veces, incluso, demasiado. Esperaba que lo comprendiera. La necesitaba pero no podía más. Hasta que mi hermano se recuperara, yo no volvería a ser el mismo, y ella tenía que ser feliz.
Un estallido de personas se abalanzó sobre la puerta de salida hacia la libertad. Libros y cuadernos inundaban sus brazos. Ella, guapísima como siempre, con una carpeta azul en la mano, salió con un grupo de amigas. Al verme, me sonrió. Se acercó rápidamente a besarme. Le giré la cara y comprendió que algo pasaba.

-          Carlos, ¿qué ocurre? Llevas unas semanas muy raro. Casi no te veo, casi no hablamos y no me cuentas que te pasa.
-          Se acabó.
-          ¿Cómo que se acabó? ¿El qué?
-          Esto. Todo… Nosotros.
-          ¿Qué? Carlos, no te entiendo.
-          No hay nada que entender. No vuelvas a llamarme. Se acabó.
-          Carlos…
-          Me voy. Ya no te quiero. Adiós.
-          Carlos…
-          Adiós.

Me di la vuelta. Ni siquiera fui lo bastante valiente como para volverme y ver como la destrozaba, como rompía sus sueños, como acababa con un todo, con un “nosotros”. Pero me prometí a mí mismo, mientras mi alma lloraba, que volvería a estar con ella. Algún día, cuando pudiera volver a sonreír.

Meses después me desperté sobresaltado. Sentí como si algo malo fuera a ocurrir. Ella. Fui a su casa, le pregunté a su madre. Estaba bien. Me prometió no decirle que había ido. Fui al hospital. Mi hermano, entre tubos, había mejorado. Me alegré. Pronto volveríamos a estar juntos, otra vez. Y después, volvería a por ella. Se lo explicaría todo y rezaría porque me entendiera.
Esa tarde me dio por ir a dar un paseo, necesitaba tomar un poco el aire. De paso, me acercaría al hospital. Quería volver a ver a mi hermano. Crucé el gran puente que dividía a la ciudad en dos.  Me asomé. El agua, cristalina, bañaba a los peces que jugueteaban con sus idas y venidas. Me sonó en móvil y lo cogí. Era mi tía.

-          Carlos…- pude escuchar como gimoteaba, intentando pronunciar sin aparentar ningún sentimiento desafortunado- Tu hermano, tu hermano- se derrumbó. Empezó a llorar y no quise comprender lo que seguía a ese llanto-. Tu hermano ha muerto. Ha fallecido hace unos minutos. Los médicos no lo entienden, estaba mejor pero…- tomó aire y retomó la conversación- parece que el cerebro se le ha llenado de sangre o eso he entendido y no han podido hacer nada. El entierro será maña…

Apagué el móvil. No quería más lágrimas. ¿Qué iba a hacer ahora? Me quedé congelado. Las lágrimas me impedían ver con nitidez. Esas palabras resonaban en mi cabeza, chocando contra mi cuerpo y dando de lleno en mi corazón, clavándose e impregnándolo de dolor, de lágrimas y de tantos recuerdos en las manos. Todo se rompía al resonar en mi memoria. Esas cuatro palabras: “Tu hermano ha muerto”. Imposibles de pronunciar, impregnadas con fuego, escrita con la tinta de sus labios, marcadas con un teclado equivocado. No podía volver atrás, no podía cambiarlo, no podía borrarlo. Dolía incluso enlazar cada sílaba con ese brillo de ojos admirables, perfectos, con ese pelo revuelto descuidado y esa barba de semanas de insomnio. Dolía cada sílaba lanzada al aire sin previo aviso, esas cuatro palabras salidas de su boca con la fuerza con la que el fuego quema y arrastra las palabras consigo hasta un infierno de recuerdos impregnados por el calor del roce de sus palabras.
No me quedaba nada. Ni siquiera la tenía a ella. Me habían dicho que estaba con otro chico. Desde que corté con ella solo la había visto unas cinco veces. Cinco. Otra vez ese número. ¿Y qué día era? Cinco de Octubre. Había intentado evitarla, hacer como si no existiera. Imposible, era ella. No había conseguido olvidarla, pero prefería que fuera feliz. Al fin y al cabo, ya no me quedaba nada. No servía de nada. Me agarré a la barandilla y me subí. Sentí el frío otoñal en mi garganta y esa sensación de vértigo del principio. Sentía la nada a mis pies. “Adiós, Leyre”. Fue lo último que pensé. Adiós a todo, y sobre todo, a la persona a la que más había querido y nunca había dejado de querer. “Adiós, Leyre”
Y salté.


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