domingo, 4 de diciembre de 2011

Invierno trastornado.

No sé qué he venido a hacer aquí. Me he levantado temprano, con el frío que hace, solamente para venir a sentarme a un banco lleno de nieve en un parque que recuerda a esos días de verano. Una ciudad congelada por las lágrimas.
No sé qué hago aquí. Ni siquiera le he llamado. No le he puesto ni un mensaje. Quería estar sola. Y llorar.
Llorar, llorar, llorar y desaparecer por momentos. No pensar en nada, solo dejar que pasen las canciones de mi móvil lentamente, sin importarme si significan algo para mí. Sentir su letra y llorar aún más.
Miro hacia abajo. Veo el reflejo de mi cara en el móvil. Antes me habría quedado mirando esos ojos de plata. Ya no tiene sentido. Ya no quiero sonreír. Quiero hacer caso omiso de mis consejos. Esas lágrimas que salen de mis ojos continuamente son las que me acompañan cada instante, pero yo ya no puedo seguir con esto, todos los días lo mismo. Es como una sensación de tristeza que me acompaña siempre.
Me levanto decidida. Camino un largo rato, sola, sintiendo como las melodías descarriantes retumban en mi cabeza, cegando mi dolor iluso.
Llegó sin quererlo pero muy consciente de mis actos, contando cada paso que doy hasta allí arriba, en el puente de Sant Ángelo.
En ese momento, se escucha en mi móvil esa canción.

“Justo en el momento en que empezaba a encontrar oscuridad hasta en el sol de mi ciudad. Justo en el momento en el que la resignación consumía cada día mi ilusión. Apareces tú y me das la mano y sin mirarme te acercas a mi lado, y despacito me dices susurrando que escuche tu voz. Adelante..."

No me gusta, pero por el simple hecho de que me da esperanzas, de que me recuerda a la gente a la que quiero y que ahora mismo pensarán que estoy dormida en mi casa. Pensarán que me verán esta tarde. Que verán mis ojos, mi sonrisa...
Toco la piedra. La limpio un poco. La nieve cubre toda la ciudad como intentando esconderla del resto del mundo, como intentando que pase desapercibida para los viajeros interesados en conocerla. El viento se lleva el resto de las serpentinas de las fiestas navideñas, mientras el sol lucha por salir entre las nubes para calentar a las pocas almas descarriadas que se han atrevido a salir tan temprano esta fría mañana de navidad. Ya fuera porque los últimos rezagados tenían que comprar los regalos que les faltaban a su árbol de navidad o porque algún niño se había levantado demasiado temprano para el gusto de su aún dormido padre y quería jugar con la nieve que se amontonaba a sus pies. Fuera lo que fuese, allí estaba yo. Ya subida a la barandilla de aquel viejo puente eché un último vistazo atrás. Algunos comercios comenzaban a abrir sus puertas; ancianos sentados en un banco, dándoles de comer a las pocas palomas que se dejaban ver con aquel frío, miraban como sus manos se arrugaban un poco más echándose otro año a sus espaldas; adolescentes que volvían de una larga noche de juerga en el coche de alguno de ellos, desesperado porque sus compañeros no le ensuciara la piel de los asientos con sus babas por culpa de algún escote más provocativo de lo que debería.
Miro hacia adelante. Un tranquilo río asoma desde abajo. Tranquilo y profundo, cuyo final son un conjunto de rocas afiladas, cuchillas malditas para los sin suerte que cayeron en un pasado por algún accidente de tráfico. Todavía se ve en la orilla un ramo de flores marchitas y congeladas por este invierno triste. Vidas arrebatadas, amputadas. Vidas rotas por cuatro o cinco copas de más de algún bar nocturno del otro lado del puente.


Llevo uno de mis pies hasta la fría nada, apunto de apoyarme y caerme en el precipicio. Siento como el viento agita mi pelo arropado por un gorro. Pero una fuerza con la que no contaba me empuja hacia atrás, hacia el duro asfalto sucio y empañado. Me abraza con fuerza, maniatándome con sus besos, como intentando que no consiga ponerme en pie y vuelva a intentar subir a la barandilla. Me mira, está llorando. Sus lágrimas calan en mi abrigo, dejando goteras en mi alma.
Es él.
No digo nada, no soy capaz. Me avergüenzo de mi intento. Se separa de mí un instante para mirarme a los ojos y me dice con voz temblorosa:

-Ni lo pienses, es que ni lo vuelvas a pensar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario